miércoles, 16 de marzo de 2011

Muerto de vida (relato de un vagabundo)

Hoy hace menos frío del que me esperaba, si para de llover igual logró secar la manta y la otra muda que me queda. Desayuno una torre de sándwiches algo rancios que encuentro en el contenedor que hay en la puerta trasera del bar de enfrente del edificio en eterna e interrumpida construcción donde he pasado la noche. Con esta van 345 noches sin colchón, y 300 sin cuatro paredes y techo cerrado. Tan exquisito desayuno me da fuerzas para realizar la tarea que tengo en mente. Recorro el edificio abandonado y sin terminar, en busca de más posibles inquilinos o de alguna cosa que pueda serme de utilidad. Encuentro tan solo unos cuantos cartones extendidos, ignoro si alguien ha dormido en ellos recientemente, pero a mí me vendrán de perlas para las noches siguientes. Escondo bien mis escasas pertenencias y salgo a la calle a buscar algo de comida. Voy al parque, donde mi paso interrumpe a un numeroso grupo de chavales que se divierte bebiendo alcohol. Les envidio, hace tiempo que olvidé aquella época en la que el alcohol era un mero pasatiempo. Dudo que alguno de ellos descubra que también puede ser un solitario compañero.
Localizo los supermercados de la zona y me informo de su hora de cierre, es increíble los manjares que arrojan a sus contenedores de basura cuando cae la noche. Me hago con unas cuantas naranjas que devoro con ansiedad y con un buen pedazo de chocolate medio derretido que me sabe a gloria. Llevaba casi un año sin probar el chocolate ¡un año!, casi había olvidado el placer que se siente cuando se derrite en tu paladar. Una lástima esta miseria que de tantas dulces nimiedades me priva. Con el estómago lleno por primera vez en mucho tiempo vuelvo por las callejuelas a mi nueva casa, me cruzo con varias personas que rápidamente se cambian de acera, es irremediable, lucho contra ello, pero no puedo, parece que ya a la distancia se nota que soy un indigente, sienten en el ambiente cómo alguien que puede perturbar su felicidad se acerca, quizás el hedor de la miseria ha cuajado en mí más profundamente de lo que pensaba.
Duermo relativamente bien, por la humedad de mis pantalones al despertar intuyo que el largo tiempo sin sentir calor de mujer comienza a causarme estragos, pero qué le voy a hacer, ninguna mujer quiere acercase a un indigente solitario con la cara picada por la viruela y el cuerpo quemado por la miseria. Cómo alguna de las cáscaras de las naranjas que engullí el día anterior, guardo alguna previendo un mal día, a demás saben tan mal que no puede ser bueno comerse muchas. Ha llovido toda la noche, no se va del aire esta maldita humedad que me está pudriendo hasta los huesos, ya casi no siento el frío, con el tiempo me he aliado con él, pero está humedad me está matando, siento que ya no me queda sangre, que sólo agua putrefacta corre ya por mis venas.
Deambulo todo el día de un lado a otro, están todas las tiendas cerradas, y en los contenedores sólo quedan restos de comida que hasta las ratas han despreciado. Vuelvo al anochecer a mi refugio, donde encuentro a un compañero de profesión, que amablemente me invita con un gesto a compartir la botella de ginebra que ha conseguido cómo alimento a lo largo del día. Veo que no tiene manta, le cubro también a él con la mía, que aún húmeda y raída, cumple fiel con su cometido. Bebemos en silencio, su historia no me importa, la mía tampoco a él, ¿para qué hablar?, ¿para buscar un consuelo que ninguno encontrara?.
El alcohol cumple bien con su tarea, nos da la compañía y el consuelo que nosotros no podemos ofrecernos mutuamente, y así, borracho de mierda y de desesperación caigo dormido con la que creo que fue la primera sonrisa en mucho tiempo.
Despierto a mitad de la noche, me han abandonado mi manta y mi compañero de soledades, el frío ha dejado de ser un aliado, y junto con la humedad hacen estragos en mi cuerpo, me tumbo, intento perder la conciencia, sufro demasiado, quiero dormir hasta que esto pase.
Abro los ojos, el frío me ha abandonado, tengo mucha hambre y sigo empapado, pero al menos puedo pensar… ¡el cartón!, quizás logre prenderlo si las cerillas que guardo en el bolsillo, no están muy mojadas. Hago fuego al cuarto intento, se que será breve, no hay mucho cartón, y una parte está mojada, me arrimo a él, me quemo pero no me importa, se que lo quemado al menos está seco. Aún así nada, sigo como adormecido de hambre y de asco, me quedo todo el día sentado, termino las cáscaras de naranja ya algo enmohecidas, y hasta me saben bien, ya cae la noche, oigo ruidos en el piso de abajo del edificio, quizás otro vagabundo en busca de cobijo, pero no, se oye a un grupo, y suben las escaleras, hacen muchísimo ruido.
Aparece un grupo de chavales jóvenes, niñatos, todos borrachos y con palos y botellas rotas en las manos, buscan diversión, la han encontrado, son unos ocho, ninguno pasa de los veinte, no me voy a mover, toso como un tísico cada vez que me levanto, así que no me moveré, que se diviertan, que acaben conmigo, así acaban con todo esto, ya me da igual, no creo que me hagan sufrir más de lo que ya lo hago, así que les miro, eructo, cierro los ojos y me agazapo, me dispongo a morir tal y como he vivido. Miserable.