miércoles, 14 de diciembre de 2011

Te Recuerdo Amanda...

¿Conocen la canción “Te recuerdo Amanda?. Es una melodía suave y melosa en la que Víctor Jara cuenta con su voz y guitarra la historia de amor de dos obreros chilenos. Amanda y Manuel. Rodrigo de la Cruz llevaba un mes entero sin poder sacarse esa canción de la cabeza, todos los días, a las seis de la tarde, hiciese lo que hiciese, la canción venía a su cabeza como un huésped no invitado pero agradable.
“Te recuerdo Amanda... Chanchanchan…
La calle mojada…chanchanchan…”
 Tras treinta días seguidos con la misma cantinela, Rodrigo de la Cruz decidió buscar un modo para librarse de ella, no es que no le gustase, de hecho le parecía una preciosa canción, pero ya se sabe… Lo bueno, si breve, dos veces bueno. Tras dejar volar su imaginación un buen rato, decidió que el único modo de librarse de aquella canción era hacer enamorar a dos conocidos suyos que, precisamente tenían los nombres de aquellos dos amantes que Víctor Jara evocaba en la canción. Un método extraño de librarse de su condena, pero igual que a grandes males, grandes remedios… a males raros, remedios raros.
Y así fue como se conocieron Amanda y Manuel: bajo los arpegios de la guitarra de Víctor Jara, bajo el hipnótico vaivén de su voz, bajo aquella preciosa historia de amor que Rodrigo de la Cruz no podía sacarse de la cabeza. Y claro, estudiando la misma carrera y teniendo en común aquella romántica canción, no les quedó otro remedio que el de acabar enamorándose. ¿Consiguió Rodrigo de la Cruz evadir su cita diaria de las seis de la tarde con la canción? No. Así que no llevéis a la práctica el dicho de los males y remedios raros. Lo inventé.
Amanda y Manuel terminaron sus carreras. Comenzaron a trabajar y se fueron a vivir juntos a San Sebastián tras dos años de despedirse de sus madres y con la solemne e improbable promesa de volver a comer a casa todos los domingos. Alquilaron un piso por seiscientos euros mensuales en una calle peatonal cerca de la playa de la Concha. Un apartamento de dos habitaciones, una para dormir y otra para amarse, la cocina y el salón los dejaron para los quehaceres de la rutina, aunque cada día tenían la suerte de inventar una nueva, y el baño quedó como un santuario prohibido donde el amor no podía entrar. Amanda se negaba a enfadar al espejo haciéndole ver cosas que no debía ver, temía que algún día le devolviese una imagen equivocada de si misma.
Manuel era un tipo sencillo, observador, de esos que te llaman la atención cuando los ves pero nunca llegas a saber por qué, de mirada pensativa y palabras concisas. Amante feroz, tierno y ensimismado. Le gustaba jugar a resumir un texto en dos palabras. Jamás había llorado, ni si quiera de bebé. Cómo le gustaba decir a su madre, Doña Concepción de la Torre, parecía que había nacido seco. Pero el hacerle beber tres litros diarios de agua desde niño no le dio la desdicha del llanto, sino la de seguir manchando las sábanas a los diez años. Los médicos nunca supieron a que se debía esta peculiaridad, pero tampoco le dieron mucha importancia. Nació hombre y punto. Declaró su padre dando por zanjada la cuestión.
Amanda era vivaz, risa y chispa pura, con una belleza muy suya y una dulzura como ningún paladar jamás degustó. Con un caminar fuerte y elegante, pero a la vez ligero y silencioso. Parecía que tenía los pies en el suelo y a la vez fuera a echar a volar. Tenía un cuerpo menudo y eléctrico. Manuel la tenía por bruja, decía que era capaz de hacer cien cosas a la vez sin perder la apariencia tranquila que la caracterizaba.
Se querían, tanto que a veces dolía. Conversaban horas y horas sobre libros y películas, sobre frases que acababan de leer, o sobre el ridículo nombre su casero. Daban interminables paseos a la orilla del mar hiciese el tiempo que hiciese,  les gustaba escuchar música mientras se amaban, seguir el ritmo con sus cuerpos, acompasar sus latidos a la canción. Escuchaban de vez en cuando “Te recuerdo Amanda”. Manuel solía decir que era  increíble como sólo una voz y una guitarra pueden transmitir algo así. Cómo era posible que una historia llegara al corazón a través de la música y la voz de alguien que sabe contarla. Como el rasgar de los dedos sobre las cuerdas, los silencios, la genial sencillez con la que se  transmiten las emociones hacen de una simple canción un absoluto regalo para el corazón.
No podían evitar abrazarse cuando estaban juntos, o darse de la mano al caminar, les gustaba jugar con las miradas, con  los silencios. El único momento en común en el que se separaban era en la noche, cuando tocaba dormir. Cada uno soñaba por separado, en su lado de la cama, respetando la intimidad onírica del otro. Manuel nunca recordaba lo que había soñado, pero siempre despertaba de buen humor, por lo que suponía que el sueño había sido agradable. Amanda… Amanda siempre soñaba los mismo, un sueño incomprensible que todas las noches desde que dormía junto a Manuel siempre acudía a ella. Todas las noches soñaba que su cuerpo disminuía y disminuía hasta convertirse en gota de agua. No era una transformación dolorosa, ni le causaba sensación ni angustia alguna, de hecho en todo momento sentía su propia consciencia, su entidad no cambiaba en modo alguno, podía pensar y reír cómo lo hacía habitualmente. Es más, hasta podía dirigir su propia entidad dentro del sueño, hablar, moverse, sentir la inmensa figura de Manuel reposando a escasos centímetros de ella… todo era muy real, demasiado.
Siguió este lujo transitorio que llamamos vida. Amanda y Manuel, cada día más enamorados que el día anterior pero nunca más que el siguiente, construyendo ladrillo a ladrillo su proyecto de vida en común, haciendo de la rutina cada día una novedad, dejando todos los días las mismas huellas en la playa de la Concha. Amanda siempre decía que algún día las huellas aparecerían antes de que el pie rozara la arena, que el mar seguro que ya las conocía.
El sueño de Amanda se mantenía inmutable ante los años, siempre igual, parecía que era lo único que jamás envejecía. Se convertía en gota, entonces se dedicaba a recorrer la casa de arriba abajo. Disfrutaba metiéndose entre los libros de las estanterías, o por los resquicios que quedaban detrás de los escritorios y los muebles, donde siempre había papeles caídos y olvidados, fotos o incluso un disco de Bob Dylan que largo tiempo atrás habían dado por perdido. A veces recorría el cuerpo de Manuel de arriba abajo, una deliciosa odisea en la que podía confirmar con la vista los detalles que las manos apenas intuían. Siempre, cuando en el sueño comenzaba a amanecer, volvía a la cama y retornaba mágicamente a su cuerpo original para despertar.
Amanda y Manuel comenzaron a salir el día 7 del mes 7. Y desde entonces, todos los meses durante los diez años que llevaban juntos se regalaban un libro y un disco de música. Al terminar cada uno su respectivo libro, se lo cambiaban, y así hasta el mes siguiente que ambos se sumergían en una nueva historia. Manuel siempre prefirió los clásicos de la literatura, consideraba a los escritores contemporáneos faltos de ideas. Amanda se sabía ver sabiduría en cualquier libro, decía que en un libro siempre está lo mejor de la persona que lo ha escrito, algo de su esencia, luego siempre lograba sacar algo inspirador de cualquier libro.
El día siete de diciembre de su décimo año juntos, en el momento en que se entregaron el nuevo libro y fueron a depositar los del mes anterior en la estantería de los libros y los discos se dieron cuenta de que no cabía ni uno más, así que encargaron una nueva estantería más grande. Una que ocupara todo el salón a lo largo.
Almacenaron todo lo que había en la estantería y la desmontaron. Fue entonces cuando aparecieron pegados a la pared unas cuantas fotos viejas y un disco de Bob Dylan. Un escalofrío recorrió el cuerpo de Amanda desde el alma hasta los pies. El mismo disco que ella, soñando ser gota, había visto en una de sus excursiones por el hueco de la estantería. No hizo falta pensar mucho, lo supo en el instante que vio el disco. Supo aquello que muchas veces había pensado en sus delirios de soñadora. No soñaba que se convertía en gota de agua. Realmente lo hacía.
Aquella noche se acostó atemorizada, nerviosa sabiendo lo que ocurriría. En efecto, al quedar dormida, se vio convertida en gota de agua. Recorrió el cuerpo de Manuel, desnudo y firme, el mismo que hacía apenas unas horas había amado. Y al amanecer, volvió a su sitio de la cama para retornar a su cuerpo. Pero aquella mañana no, aquella mañana permaneció como gota. Aquella mañana comprendió que sería gota ya por siempre, aquella mañana su vida pasaría a ser su sueño.
No podría volver a amar a Manuel, no podrían entrelazar sus huellas en la playa, ni regalarse más libros, no, ni si quiera despedirse de él. Aquello era más de lo estaba dispuesta a soportar.
Con parsimonia, cómo si en el fondo siempre hubiese sabido que aquel era su destino, comenzó a avanzar hacía el dormido cuerpo de Manuel, trepó por su pelo, se deslizó por su frente y entonces, hizo lo que en susurros siempre había deseado hacer.
Se introdujo en el ojo de Manuel. Se condenó a ser su única lágrima. Aquella que nunca se llegaría a derramar.
Ese mismo día, a las seis de la tarde, por primera vez en diez años, Rodrigo de la Cruz no tarareó “Te recuerdo Amanda”